Mostrando entradas con la etiqueta Pubertad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Pubertad. Mostrar todas las entradas

jueves, 1 de marzo de 2012

Una pausa

Hace unos días estaba un poco deprimido, porque no encontraba aquello que me hacía simpático.   Aún busco eso. Divagaba en mis pensamientos cuándo fue aquella vez que me miré en el espejo y me di cuenta que era diferente, que había cambiado, que había dejado la ternura por algo más. Buscaba un periodo en el tiempo, y quizá fue cuando cumplí 19, no estoy seguro. Estaba sumergido en plena angustia hasta que un viejo amigo se me acercó a hablarme. Le comenté sobre mi problema, sobre los caminos que tomamos, y caí en cuenta que parecía  irreconocible. 

Años atrás me hubiera bastado más de un par de minutos para expeler, casi involuntariamente, algo de coquetería. Ahora ya no ocurría eso. Mientras hablábamos, veía que él guardaba en sus memorias la imagen que otros tantos chicos aún conservan de mí: la de un flaco dulce, con cabello ondulado y largo, suave,  y ojos grandes. Él me recuerda así, pero ya no soy así. Le expliqué cómo me miraba, pero que aún no me reconocía del todo. Yo sé que le jodió admitir que el tiempo pasa. En verdad, creo que le molestó más verme así. Empezamos a hablar del rumbo que cada uno siguió.

Él conoció un tipo de mi edad. -Mírese cómo utilizo la palabra tipo, y no persona, porque me siento en posición de guardar distancia de ese sujeto-. Se lo tiró un muy buen par de veces; le abrió su pequeño corazón, pero el muchacho desapareció, casi se podría decir que se esfumó. Aun así, él lo recuerda con tristeza y sonrisa las veces que sintió su piel y afecto. Yo, en cambio, salí con varios chicos con ganas de experimentar ser amado, pero ninguno de ellos tenía ganas de querer. Acabé cagado dos veces, y decidí enclaustrarme por sanidad espiritual. Callamos.

Estábamos en silencio cuando lo rompí para comentarle sobre ciertas cosas muy mías, y a dónde había llegado a parar con los hombres. Él se asombró un poco, me dijo que era un estúpido, que ya no tenía amantes porque no quería, que todo era cuestión de actitud. ¡Actitud, Qué pichulada es esa? Le insulté un poco, sonrío. Para ser pasivo, tienes un carácter... El me aguantó, y me dijo que sí, que todo se basaba en eso, que por último actuase mi interés y dejase de lado mis problemas mentales antes de acostarme con un hombre para así simplificarme la vida. El problema es que me gusta lo difícil, lo trillado, lo imposible, aunque me haga mal.

Me dijo algo que vengo oyendo desde hace un par de meses por varias bocas, que mis problemas mentales espantan a los hombres, a pesar de lo atractivo que quizá llegue a ser.  He llegado a creer que tal vez sí es cierto, que mis dudas, mis pajazasos mentales, aterran, pero es que no puedo controlar mis demonios así no más. Se me escapan por los poros. La gente cree que es fácil para mí salir con un tipo sonreír; lanzar un comentario astuto; sonreír más, y llevar una conversación inteligente a una más morbosa, pero es complicado. Hace tiempo decidí no ser estúpido. 

No tenía más que decir, nos miramos un largo rato. Es difícil para mí aceptarme luego de todo lo que ha pasado. Como si eso me bastara, la operación... La piel es más fresca y sensible que antes, pero con el tiempo pasará. Extraño intercambiar palabras por besos, helados por sudor o sexo por tardes. Debo explorarme más. Aprender más de mí. Como le dije a un amigo, estoy viviendo una segunda pubertad  un poco más jodida que la anterior. Lo bueno de todo esto es que tengo herramientas para salir bien librado.

A aquel amigo, ex amante, le despedí con un beso en la mejilla. Sé que no le gustan las mariconadas, pero a mí me deja, porque soy yo. Ojalá lo vea en un par de meses. Se extravía igual que otros tantos, pero regresan. Cuando llega la tarde, vuelven. En cuanto a mí, quiero jugar un poco cuando esté más recuperado.

domingo, 23 de octubre de 2011

Ajustando la inocencia

Cuando me pidieron escribir este post, nunca pensé que fuera a tomarme tanto tiempo redactar una parte de mi vida que pensaba ya había quedado en el pasado.

Regresar siete años en el tiempo y recordar a quien fue el primer amor de mi vida no es una tarea sencilla. Conocí a R cuando tenía catorce años y él veintiséis. Sí, nos llevábamos doce años de diferencia y aún hoy me pregunto cómo hice para estar tres años de mi vida con una persona que en cualquier momento decidiría sentar raíces mientras que yo ni siquiera había comenzado a vivir.

Hoy recuerdo esa experiencia con mucho cariño y nostalgia pues nuestra relación dejó una gran huella en mi vida por todo lo que sucedió debido a su existencia. Por esas cosas de la vida, antes de conocerlo, me había contactado con L, un chico de dieciocho años que resultó siendo su ex. Por un motivo que jamás entendí (o, por lo menos, no recuerdo haberlo hecho), R y L no se llevaban bien, por lo que el segundo decidió advertirme sobre el primero y sus intenciones conmigo.

Según L, lo único que R buscaba en mí era el sexo. Yo aún no había mantenido relaciones con nadie y eso era lo que más le emocionaba a mi entonces enamorado. Debido a que R siempre había sido respetoso conmigo y nunca habíamos hecho más de lo que yo quería (hicimos cosas, sí, pero nunca me penetró porque sabía que aún no me sentía listo), no creí ni una palabra de lo que L me decía por MSN.

Lo que nunca me imaginé, es que mi mamá descubriría esa conversación y, entonces, mi mundo sufriría uno de los cataclismos más devastadores que he conocido. Debí pedirle a R que se alejara de mí y mis padres perdieron toda confianza en mí. Sesiones con una psicóloga, largas conversaciones y amenazas de mis padres también acompañaron esa etapa de mi vida. Tenía mucho miedo, era un niño y estaba solo.

Pero lo peor, recién llegaría después, cuando pude volver a contactar con R y éste me dijo que seguiríamos siendo enamorados porque me quería. Yo aún no cumplía los quince y luego de tan terrible experiencia, solo confiaba en él. Y aunque juntaba cada sol de mi propina para poder llamarlo de un teléfono público (nunca de mi celular o de mi casa, por temor a que nos encontraran) y cada martes lo esperaba sentado junto a la puerta de mi hogar, él nunca más llamó y, lógicamente, nunca llegó a buscarme.

En ese momento, yo no lo entendí. Ahora, a los veintiún años, sé que lo hizo porque tenía miedo de ser descubierto, lo que nunca me quedará claro es por qué no terminó conmigo, por qué tuvo que esperar casi tres años a que yo le dijera que lo nuestro no iba más.

Aunque en esa época no lo pensaba, ahora sé que lo más probable es que él estuviera con otras personas mientras yo esperaba, tan solo, una llamada. Es extraño saber que no le guardo ningún resentimiento y que si tuviera la oportunidad de volver a vivir esa experiencia, la aceptaría gustoso.

Quizás no tuve una relación normal, quizás ni siquiera una adolescencia como otros chicos de mi edad. Pero debo admitir que aquella turbulenta situación me ayudó a crecer mucho y aprendí que era más fuerte de lo que me había imaginado jamás. Lamentablemente, las cosas no se dieron como me hubiera gustado y durante tres años me sentí culpable porque creía que no podía cumplir con mi rol. Ahora sé, que yo no era el único que estaba equivocado.

El post fue escrito por un amigo mío al que le tocó vivir una relación con alguien mayor. Sé que no ha sido una tarea simple, pero me da gusto que la haya podido finalizar. Gracias por compartir esta experiencia, Steffano.

martes, 4 de enero de 2011

Juego de niños

Lo conocí cuando tenía 2 años. Siempre peleábamos. No lo hacíamos porque nos llevásemos mal, sino porque nos gustaba competir. Buscaba cualquier pretexto para hacerme ver su fuerza, y yo, que detesto debilidad, le retaba. Era como mi hermano mayor. Sin embargo, los años pasaron y fue hasta que tuve 12 que lo vi después de 6 largos años. Él acababa de cumplir 13, su cuerpo se estaba haciendo más fuerte, y no dejaba de hablar de sexo cual chico que recién empieza a redescubrir su cuerpo.

Nunca tuve ningún problema con ello. Me daba confianza. Habíamos dormido, reído y jugado juntos desde muy pequeños. Sin embargo, existía un brillo especial cuando se refería a Gabriela, la chica bonita con la que jugábamos. Ella era alta, de cuerpo formado, trigueña, cosa que no me gustaba, pero a él le encantaba. Pensaba que mi primo estaba loco. Era una muchacha muy guapa y educada, mas no lo suficiente como para ponerme estúpido, empezar a follar la almohada, y decir cómo la haría sentir mía.

Un día nos invitó a una pijamada. Me dieron permiso para ir, a él no. No lo supe hasta cuando me lo contó en mi habitación esa noche. Estaba tranquilo viendo televisión desde mi cama, cosa que era rara en él. Empecé a fastidiarlo. Le daba pequeños golpes en la pierna para animarlo. De pronto, se levantó de la cama y me empujó hacia esta. Cuando me di cuenta, tenía mis brazos inmovilizados con sus piernas, mientras que con sus brazos intentaba sujetarme las piernas. El que se queda quieto más tiempo pierde, me dijo. Sonreí.

Por más que intentaba safarme no podía, su resistencia siempre ha sido fuerte. De pronto, vi que su pecho estaba vacío y con una pierna lo empujé. Me tiré encima suyo frente a frente, hasta que sus manos doblegaron a las mías. Sonreíamos y tratábamos de poner la mayor fuerza cada vez que veíamos un punto débil en alguno de nosotros. Súbitamente, me volcó boca abajo, y encruzó su brazo derecho con el mio apoyando su palma contra la parte trasera de mi cabeza de manera que no me pude mover. Nos hallabamos así cuando se detuvo.

Empezó a respirar fuerte, se encontraba agitado al igual que yo. Giré el rostro, y nos vimos. Supe allí que me gustaba tenerlo cerca. Todo fue muy extraño. Sabía que me encantaba estar a su lado, pero ¿de esta forma? Pasaron varias preguntas por mi mente en un solo fragmento de minuto cuando el abrió ligeramente los labios, y me dijo al odio: ha sido suficiente, ve. Me aparte cuidadosamente de su cuerpo, le di un abrazo, y me fui. Tenía una sonrisa cuando nos despedimos.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Ojos de Dios

Mis padres siempre quisieron un buen hijo cristiano. Por eso, me metieron a un colegio de curas. Yo no sabía en que metía. Solo sabía que allí pasaría 8 horas de mi vida por 11 años sin opción a reclamo. No tuve muchos amigos al principio. Pero, con los años, me hice de varios. Era muy empático. El día más esperado por mí era el sábado. Todos los alumnos no reuníamos para jugar fulbito por turnos en las canchas del colegio. Era volante. Nunca me gustó ser arquero o delantero, menos defensa. Me divertía jugar y quedar empapado de sudor. Le gustaba a todos los de mi clase, menos a Gustavo. Él siempre rogaba por quedarse en banca. Yo no le entendía, hasta que un día decidí hablar con él.

No sé que tenía, pero me gustaba hablarle. No era exactamente el chico más popular, ni el que saca mejores notas, mas había algo que me atraía de él: su sencillez. Yo no soy del humilde. Lo sé desde pequeño. Poco a poco me junté más con él. Jugábamos juntos, en los recreos. A mí me encantaba competir. Una tarde, cuando estaba en tercer grado, un chico cuyo nombre no diré lo estaba jodiendo. Yo me molesté. Le dije que quién era para tratarlo así. El chico giró en el acto, y me tiró un puñete que me hizo sangrar la boca en el acto. Las cosas no volvieron a ser iguales.

Aquel muchacho fue visto como el chico malo del salón. Yo, como el que fracasó en su momento de hacerle el pare. No me sentía bien. A Gustavo lo llevaron donde el psicóloco. No comprendía nada. Luego de varios meses, volvimos a hablar. También se nos unieron otros chicos, entre ellos Juan Carlos y Sebastián. Me encantaba jugar con ellos. Cada recreo acababa sudadísimo, y me gustaba que sea así. Yo iba recuperando mi presencia en el grupo, y Gustavo se iba alejando de mí. Mis notan no era altas, eran buenas. "Para educar un niño, hay que amarlo", me decían en el colegio. Sin embargo, en mi casa parecía más a "Para educar un niño, hay que golpearlo".

Fue la etapa donde conocí a mi primer rival: el niño porcelana. Todos le molestaba al mocoso ese. Él se creía malo, porque jodía a los demás. Pero, la verdad, es que nadie le respetaba. Se hacía odiar, más de lo que yo lo hago ahora. Solo los más fuertes continúan, ¿no? Hice mi primera comunión con Gustavo y mis demás compañeros en cuarto grado. Ya era un niño grande, o al menos yo me sentía así. El siguiente año no lo recuerdo mucho, creo que no quiero hacerlo en el fondo. En sexto grado, Gustavo se fue. No lamenté tanto su partida como me hubiese gustado que sea.

Después, empecé la secundaria. Las cosas en casa iban bien, demasiado para ser cierto. No obstante, a finales de junio, llegó dios, y juzgó a vivos y muertos. Yo no merecía estar juzgado, pero lo estuve. Mis notas bajaron drásticamente, y mi inocencia se interrumpió. Nunca quise que así sea. Las cosas pasan por algo. Fue el año que entendí que una persona también puede ser la angustia de otra. Nunca había pensando que alguien fuese capaz de ocasionar tal tristeza en una persona solo con actuar. Mis padres fueron aconcejados por el psicóloco del colegio para que yo entre a terapia. Fui muy pocas veces, como 5. Le mentía a la pobre mujer para que me dé mi chocolate "Princesa", y me deje volver a mi cama para dormir. No fui más porque mis padres creían que era un gasto innecesario. Tenía 12 años.

Pasé los siguientes años quejándome de la soledad, de la libertad, de mí mismo, de los demás. Estaba mal. Me refugié en varios libros que leí. Ellos eran mi compañía. Me dieron muchas ganas de robarme varios de la biblioteca, pero robar es pecado. Por eso, no lo hice. También dejé de jugar fulbito. Empecé a entrenar en Atletismo. Quería correr. No sé en qué dirección, pero huir de allí. Descubrí por esa época que la sangre no es una buena tinta para escribir varias veces, que las heridas se las cura uno, que callar tiene un costo muy alto. Yo quería gritar, pero, ¿cómo hacerlo? No había lugar. Gustavo ya no estaba de mi lado, los otros desaparecieron en el camino. ¿A quién recurrir?

Por cuarto de media, vino un chico nuevo, Eduardo. Era distinto a los demás. No solo provenía de un buen colegio de curas, sino que este sí parecía tener valores. Era bronceado, alto, con sus cabellos dorados, un cuerpo atlético y una mirada noble, incapaz de hacer daño. Era la primera semana de clases. Yo me encontraba tranquilo, y José, un vivo de la clase, no dejaba de fastidiar. No podría hacer casi nada. Sabía que entre él y yo, me las llevaba la de perder. Tenías más fuerza, y no era tan cojudo de enfrentarme ante alguien que sabía me podía sacar la mierda. Pasaba un mal rato, cuando escuché aquellas palabras mágicas para mis oídos: "Oe, ¡qué te pasa? Ya deja de joder." Era él.

Sí, el chico nuevo, el bicho raro había hablado. José lo miró pésimo. Yo me dije, ahora se arma la bronca. Me paré de mi sitio, lo mismo Eduardo. José le dijo que para la próxima no se meta si le convenía y se marchó. Se quitó picón. Lo sé. Yo estaba mudo. Nunca antes un chico me había defendido. Pude comprender, entonces, como se sintió Magdalena antes de ser muerta a pedradas. Estaba con Dios. Él me ayudó a tranquilizarme, me habló muy seriamente de que no debiera dejar que nadie me fastidie, y me dio un abrazo. Toqué a Adán, y no quería renunciar al pecado.

Desde aquel instante todo cambio. Me empecé a fijar en aquel muchacho de una manera alucinante. Me infundía respeto cariño, y también le deseaba. No comprendía lo que pasaba. ¿Era normal? ¿Qué mierda tenía él que no tuviese los demás? ¿Era su forma de ser, su belleza? No lo sabía, mas lo que sí puedo afirmar es que después de aquel incidente él no me habló mucho. Yo sufría por eso. Me preguntaba si lo amaba. Amar no era un pecado. ¿Pero amar un hombre? ¿Qué era eso? ¿Estaba bien? ¿No iría al infierno?

Me pasé preguntándome mucho esas dudas, hasta que llegó el último año. Eduardo ya no estaba. Solo me quedó su recuerdo, su olor luego de las clases de Educación Física, su sonrisa. Ese año tocaba hacer La Confirmación. No la hice. Mi madre murió un poco más. Si mi hermana le había quitado media vida, yo le había quitado un cuarto. Fue un año inconsciente, un poco rojo. Nada fuera de lo normal. Fue, en marzo, la última vez que vi el SanMartin incrustado entre mis piernas blancas. También decidí que estudiaría algo de letras, nada de números. No porque sea malo, sino porque no soy del todo racional después de todo. Dejé el colegio con mi alma vacía, sin Gustavo, sin Eduardo, sin novia, sin novio, sin haber estado allí 11 años. No sabía qué me deparaba el futuro. Solo esperaba que sea mejor.