Ellos me quitaron todo, mi dinero, mis libros, mi diario, mi alma. Me condujeron hacia algo que no era. Por eso, los odiaba. Tampoco podía hacer algo para mostrarme como soy, no era posible. Un movimiento en falso, y mi vida se acabaría. Esa era la razón por la cual había cumplido con cada una de sus órdenes, pero aquella última era demasiado. Nunca había matado una persona. Jamás había percibido el dolor que ocasiona la bala en una persona, ni había visto tanta sangre derramada. Yo no quería que fuese así. Juro que no. No tuve, siquiera, la intención de dispararle, pero tenía que hacerlo. Estaba obligado a decidir: matar o morir.
Me llevaron en un carro negro hacia el edificio “Tornado” en el centro de la ciudad. Nadie habló durante el trayecto. Ellos me miraban, mas yo no. Mi ojos se perdían observando las calles del otro lado de la luna. Pegaba mi rostro de rato en rato hacia la ventana como si así pudiese ser capaz de respirar un poco de, de humanidad. Era un día soleado, fresco, veía cómo los árboles jugaban al viento inocentes, seguros, quietos. Quise ser uno más, y no estar sentado en ese maldito asiento que me conduciría a mi propio infierno.
Una vez que llegamos me dijeron cómo lo tenía que hacer. El proceso resultaba simple: mejor. En la puerta me esperaría el recepcionista. Diría que soy su sobrino, e inmediatamente me indicaría cuál es la puerta de ascensor que debía tomar. Luego subiría, “Hipopótamo”, mi tío, me abriría la puerta que da para la sala. Ese fue el nombre escogido para la víctima, el juez que los había encerrado por más de veinte tras esas barras de metal de las que habían conseguido huir. Le saludaría cordialmente por su cumpleaños, y tomaría asiento. Después, le diría que tengo sed. Él, tan caballeroso como es, me ofrecería un trago de aquellos caros que guarda con celosía en su closet y yo le sorprendería por la espalda con “pompa de jabón”. Se desplomaría inmediatamente, y no sufriría mucho. No habría tanta hemorragia y, lo mejor de todo, no habría gritos de sufrimiento, solo un silencio puro. Al final volvería a ocultar el arma silenciadora y me subiría al carro. Era el plan perfecto.
Sin embargo, nada resulta siempre como uno quiere. Por ello, cuando le disparé, sucedió todo lo que no decía pasar. Su grito fue tan grande que por un momento pensé que las ventanas caerían. Después, sus piernas se doblegaron, sus manos se fueron directamente al pecho como intentando librarse de aquel sujeto extraño a su cuerpo, pero no podía. Los ojos se le empezaron a salir de sus órbitas, hasta que su obeso cuerpo cayó en el suelo retorciéndose de dolor.
Me llevaron en un carro negro hacia el edificio “Tornado” en el centro de la ciudad. Nadie habló durante el trayecto. Ellos me miraban, mas yo no. Mi ojos se perdían observando las calles del otro lado de la luna. Pegaba mi rostro de rato en rato hacia la ventana como si así pudiese ser capaz de respirar un poco de, de humanidad. Era un día soleado, fresco, veía cómo los árboles jugaban al viento inocentes, seguros, quietos. Quise ser uno más, y no estar sentado en ese maldito asiento que me conduciría a mi propio infierno.
Una vez que llegamos me dijeron cómo lo tenía que hacer. El proceso resultaba simple: mejor. En la puerta me esperaría el recepcionista. Diría que soy su sobrino, e inmediatamente me indicaría cuál es la puerta de ascensor que debía tomar. Luego subiría, “Hipopótamo”, mi tío, me abriría la puerta que da para la sala. Ese fue el nombre escogido para la víctima, el juez que los había encerrado por más de veinte tras esas barras de metal de las que habían conseguido huir. Le saludaría cordialmente por su cumpleaños, y tomaría asiento. Después, le diría que tengo sed. Él, tan caballeroso como es, me ofrecería un trago de aquellos caros que guarda con celosía en su closet y yo le sorprendería por la espalda con “pompa de jabón”. Se desplomaría inmediatamente, y no sufriría mucho. No habría tanta hemorragia y, lo mejor de todo, no habría gritos de sufrimiento, solo un silencio puro. Al final volvería a ocultar el arma silenciadora y me subiría al carro. Era el plan perfecto.
Sin embargo, nada resulta siempre como uno quiere. Por ello, cuando le disparé, sucedió todo lo que no decía pasar. Su grito fue tan grande que por un momento pensé que las ventanas caerían. Después, sus piernas se doblegaron, sus manos se fueron directamente al pecho como intentando librarse de aquel sujeto extraño a su cuerpo, pero no podía. Los ojos se le empezaron a salir de sus órbitas, hasta que su obeso cuerpo cayó en el suelo retorciéndose de dolor.
Ahora sé por qué morí de angustia cuando perdí la agenda, y por qué mi madre me regañaba tanto cuando perdía las cosas. Soy un estúpido despistado. Ese fue mi único error aquella vez: no activar el silenciador.
Tanático, me ha gustado, en realidad me gustan ese tipo de historias.
ResponderEliminarEsteban: ¡Gracias!
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